Publicada en la revista Quimera número 262 en octubre del 2005.
El mayor mérito de esta obra consiste en contarnos con sencillez una historia compleja, plagada de recovecos, en la que la narración de los hechos viene adobada por diversas reflexiones sobre la necesidad que tenemos de la ficción. Logra, además, que nos interesemos por los avatares de unos seres solitarios cuyas peripecias vitales nos proporcionan varias sorpresas. La narración se sustenta en diversos episodios, que casi siempre desempeñan una función terapéutica para unos protagonistas que necesitan librarse de alguna carga. No en vano, todos ellos tienen una hiscoria pasada que los define y singulariza.
Todas las primaveras es una novela realista y metafórica compuesta por catorce capítulos, algunos de ellos divididos en varios subapartados, que arranca entre sombras y con una cierra morosidad, pero que pronto adopta un ritmo trepidante que nos lleva de una historia a otra, y de una a otra sorpresa. El cine, la escritura, la música, la pintura y el vivir, claro está, son las complicadas artes que practican sus protagonistas. El auténtico protagonista, Adrián Mongrí, tarda en enttar en escena, pero desde el momento en que lo hace iremos viendo cómo crece y se transforma al paso que progresa la acción. Y ésta es también una novela de intriga, cuyos personajes sienten la curiosidad por saber, de ahí que busquen y casi siempre acaben encontrando lo que se proponen.
Vayamos al argumento. Germán Lozano, un director de cine de éxito, de aquellos que siempre “encuentran”, antes de morir de manera repentina, sin haber podido acabar la película que estaba rodando, deja unas notas embrionarias de la que debía ser su próxima obra. Dada la complejidad de su nuevo proyecto, le pide a Diego Varela, su ayudante de dirección y persona de confianza, que le ayude a realizarlo. Pero alguien, que pronto sabremos quién es, le roba esas notas y decide completarlas por su cuenta. Con ello comienza la trama central, que parte de una casa en ruinas, la de los Mongrí, donde se rueda la película de Germán Lozano, y de la mirada curiosa de uno de sus misteriosos habitantes. Nos lleva luego al microcosmos que compone una ilustre familia de músicos venida a menos, los Anglada, y a la escondida vida sentimental del director de cine. Para conectar, a continuación, con una historia privada que empezó durame la guerra civil española, pero que en su desenlace nos conduce a París y Toulouse. En la capital francesa, ocupada por los nazis, destaca un episodio sobre la resistencia, con sus correspondientes códigos secretos, crímenes y delaciones. Pero quizá lo más curioso sea que la acción central transcurra en una Barcelona que apenas tiene presencia en la novela. Y no debo contar mucho más del conjunto, ni dar demasiados detalles, para no estropearles la lectura.
Otra de las virtudes de esta narración es la habilidad con que el autor se vale de la narración y el diálogo, a la vez que armoniza materiales tan distintos y de procedencia tan dispar. De igual modo, logra proporcionarle voz a los personajes en el momento oportuno, creando intriga y tensión cuando el desarrollo de la historia lo exige y necesita. Casi toda la novela se desarrolla en espacios cerrados que adquieren un evidente protagonismo: la casa de los Mongrí, la academia de música Anglada, el lúgubre sanatorio que es la Fundación Doctor Torralba, la portería garita de Teresa Medina y el pequeño hotel de París. El caso es que no sólo son espacios físicos, sino también, en cierta forma, pequeños territorios simbólicos.
Si hubiera que recomponer la cronología real de esta historia, habría que decir que un hombre y una mujer se empiezan a intercambiar cartas durante la guerra civil española; esas cartas acaban cayendo en manos del director de cine, y le sirven para empezar a esbozar un guión; pero alguien roba esas notas y completa la historia, que a su vez una pareja francesa redondea en París. Y es probable, como se apunta en una de las escenas finales, que los hechos completos nos los refiera un interno que compartió hospital psiquiátrico con el protagonista. Al fin y a la postre, la historia habría que relatarla con una cierta distancia y desde el alejamiento que proporciona una mirada oblicua, como pronto advirtió el director de cine; o como se dice en la novela, con aquella mirada extraña y perpleja que sobrevivió tras ver rozarle el rayo.
Juan José Flores se mueve con presteza entre la realidad y la ficción: sueños, leyendas y ritos, rostros y máscaras; entre diversas suplantaciones, en suma. Todos sus personajes tienen algo de ficticios, hasta el punto de que hay momentos en que no llegamos a saber si lo que se cuenta ha ocurrido o ha sido escrito, que es otra manera de que las cosas ocurran. Adrián es el joven protagonista al que vemos evolucionar desde la enfermedad hasta la lucidez, aunque para ello tenga que encontrar el camino de la escritura, enamorarse de una soñadora, y lograr romper con su pasado ibicenco y con los lazos que lo ataban a una madre absorbente. Su complemento y contrapunto bien podría ser la historia de Celia y Morel, el episodio iniciático en la selva amazónica, con los yanone, para –entre la vida y la muerte- convenirse en un “medio hombre”. La novela concluye con un final feliz, a pesar de que, por forruna, no parezca ser el objetivo del auror, dada la velocidad con que lo solventa, aunque sí resultaba necesaria esta concesión última a la pasión vital.
En esta obra, en suma, se cuentan unas historias en las que el amor desempeña un papel importante y acaba convirtiéndose en motor de las dos acciones principales de la narración, las que emparejan a Celia y Maura, respectivamente, con Jacques Morel y Adrián. Pero, además, según hemos apuntado, se apuesta por la ficción, por el placer que nos produce y por cómo nos ayuda a sobrevivir y a entender el mundo algo mejor. Así, se muestra también lo que todas las narraciones tienen de creación colectiva, los distintos estratos de que se componen. Quizá por ello, el auror rinda explícitos homenajes a Unamuno (Iván, un personaje de culebrón, se presenta ante sus escogidos admiradores de la Academia Anglada para que lo salven de los guionistas), Borges (con ese personaje que copia libros en miniatura y, a poco que lo dejen, se los acaba comiendo) y García Márquez (la mujer que sueña por los demás). Ante tanto latoso que ha cultivado la metaficción como una manera de impartir doctrina y ahogar la novela, Juan José Flores sabe diluirla en la historia, sin que apenas se note, aunque sus personajes se hagan a veces preguntas y cuenten por qué se han dedicado a la creación o por qué no se debe completar aquello que el autor dejó inacabado.
Otro buen ejemplo de lo que vengo diciendo es el uso que se hace de las cartas, como una prueba más de que la relación que se crea entre el que escribe y el que lee suele ser más sutil de lo que solemos pensar. En esta novela, las misivas desempeñan un papel protagonista, no hay más que pensar en la singular correspondencia que se genera entre Arturo, Teresa, Raúl y Candela, pero también en las misteriosas cartas que recibe María en su refugio de Ibiza y en las que, una vez que ha muerto, le dirige a ella Adrián. Al fin y al cabo, qué es la novela sino una carta con un destinatario múltiple.
Me han llamado también la atención las diversas historias que se han quedado aquí dormidas y que podrían haberse desarrollado. Me refiero, cito unas cuantas, a la del hotel parisino de los suicidas; la del músico Héctor Mongrí, un comprensivo y generoso perdedor; la de Maura, emigrante soñadora por encargo y criada para casi todo en casa de los Anglada, o la de los jóvenes María y Adrián en aquel sueño que fue la Ibiza de antaño. De todos estos personajes nos gustaría haber sabido más, aunque el autor nos proporcione los datos suficientes para que puedan desempeñar el papel que les asigna en su obra.
Juan José Flores ha vuelto a lograr lo que podría llamarse la cuadratura del círculo novelesco que estriba en relatar con sencillez y amenidad una historia con numerosos componentes y matices, en la que se cuenta cómo un hombre logra rehacer una vida en ruinas. Me parece que Ángel Crespo, a quien está dedicada la novela, se hubiera quedado más que satisfecho del resultado. No en vano, el exigente poeta simbolista fue amigo y el primer mentor literario de un joven narrador que empezaba entonces a pelearse con la escritura. Pero creo, además, que se hubiera sentido orgulloso de su impecable trayectoria como escritor, por lo discreta, sensata y ambiciosa. Lo que resalta mucho más aún a la vista del lamentable panorama que se vislumbra. Y ya sólo me queda constatar que con ésta su tercera novela, que se lee con la amenidad y el placer de las mejores narraciones de intriga, Juan José Flores nos proporciona la prueba definitiva de su madurez como narrador.