Praderas de TECHNICOLOR
Desde que dejé libre a mi caballo, transito a pie por unos senderos que, a veces,
serpentean por la ladera, entre arbustos que parecen camuflar mi presencia, pero
que en realidad me amparan. Quizás sea un acto de humildad ese descabalgarse,
sentir la densidad del camino y de mis pasos. Ya no busco orientación —¿para qué
la querría?—, y solamente ansío los claros y los oteros para saturarme aún más de
paisaje y de colores. Sí, el color. Cuando desciendo hasta la ribera del río, encuentro
ahí un frescor desconocido para mí, una paz que me anima a lavar la herida.
Recuerdo cuando emprendí este camino. Quizás me impulsó un anhelo de héroe
antiguo: conocer lo que había fuera de mi mundo, explorar más allá de las fronteras
de aquella vida. Un sueño ajeno me llamó por mi nombre, de un modo misterioso
—todo sueño lo es— y decidí responderle. No faltaron quienes, en la linde
misma de dos mundos, me advirtiera a gritos: «¡Shane! ¡Detente! No puedes
existir verdaderamente fuera de aquí. Eres un ser de celuloide, una ficción tejida
de sombras. Eres una transparencia que una luz desconocida anima y da color. La
película concluyó. Cumpliste con tu papel, salvaste a los indefensos, venciste a
los villanos, fuiste amado, admirado y odiado. Pero te hirieron al final. En estos
fotogramas, solamente puedes cabalgar, por siempre, hacia un crepúsculo, también
de celuloide, que nadie de aquí sabe si posee límite alguno». Mi caballo dio
un respingo, su instinto se resistía a aquel salto que le proponía, y tuve que
soltarlo en aquellas praderas de technicolor, donde había nacido, cuando abandoné
aquel último fotograma.
Tantas veces me había preguntado de dónde venía todo aquel color que teñía la
llanura y las montañas. Quizás no se equivoquen quienes piensan que escapé de
allí. Vi mi oportunidad, aquellos otros colores —sí, el color: tal vez allí hallaría su
fuente—, otras laderas y picos que soñaban otra nieve, otro río. «¡Es también una
ficción! —me gritaron los últimos agoreros del desconsuelo— Eso son cuadros, de
nuevo sombras y color que alguien imaginó». Así que el sueño que me había
llamado era el de un pintor, me dije. Algunos nombres escuchados al llegar me
cautivaron. «Valle del Añisclo», donde bebí y lavé mi herida, «Monte Perdido».
Todo aquí es distinto. No poseo ni necesito el movimiento que antes me animaba,
ni siquiera su rastro, sino algo anterior a él que podría ser su presagio, su arquetipo.
Es sobre todo el paisaje lo que me define ahora, me penetra, siento su densidad,
su solidez, el peso de su existencia y la mía —antes tan evanescente—; la
noto en el corazón, en mi herida. Aquí el color tiene peso y la luz es fluida como
un río, una corriente que me lleva, me sostiene y me alimenta; me fundo en ella.
¿Podrá curarme la herida quien soñó estos cuadros? Una parte de mí no regresará
ya a aquel último fotograma del que escapé, a las praderas de Wyoming. Nadie
notará mi ausencia en él. Seguiré avanzando aquí, como peregrino, por las laderas
de este pintado Monte Perdido, que no solamente pide ascensión, sino que
ofrece verdadero cobijo. Ahora, inmerso en este paisaje que me define, desaparecido
en él, pienso en la transparencia de technicolor que fui, cuando aún ignoraba
que mi verdadera esencia era la luz y sólo la luz, como la de estos cuadros, como
la de todo color. Sí, el color.