<<El último combate>>

 

1er Premio VI Certamen de relato corto Albada Comuniter 2017

 

 

  No sabe por dónde le ha llegado el golpe crucial. El súbito dolor, el aturdimiento, no han logrado dar noticia de ello.  Lo peor es la flojera en las piernas, la lona del ring convertida de pronto en una cama elástica, los pasos torpes que se hunden en ella sin remedio. Conoce esa sensación de otros muchos combates, el espectro de la pérdida definitiva del equilibrio, de la conciencia, aunque hacía tiempo que no le sucedía. ¿Cuándo fue la última vez en que se dejó sorprender así, en frío, como un novato?; mal asunto. Ahora no es momento de pensar, piensa, hay que aguantar, solamente aguantar, lo justo. <<Tienes que llegar hasta el quinto asalto. Ya lo sabes. Ni uno más ni uno menos. Luego te tiras con estilo. Eso es lo pactado>>, le ha dicho Arístides justo antes de que sonara la campana de inicio. Esas cosas las suele decir Arístides en el último momento, para no darle tiempo a recapacitar. Apuestas de poca monta, en realidad, lo sabe bien, tejemanejes entre hampones de tres al cuarto, a costa de boxeadores en su declive definitivo, casi acabados. Ese chaval que tiene enfrente es tan joven… Seguro que le ha poseído la sensación de completa superioridad, de que podía barrer a su rival del ring casi desde el inicio. Idiota. No debe de estar al corriente, no le han avisado de que hay que esperar hasta el quinto, habrán pensado que sería mejor así, que solamente lo supiera el veterano.

     Ahora, llegar al quinto asalto le parece una proeza casi inalcanzable. Tal vez Arístides pueda reanimarlo un poco, darle aire, cerrar la brecha de la ceja, pero él sabe que está tocado y bien tocado. El espacio se ha llenado de ecos de dudoso origen, le parece estar  dentro de una urna muy grande, inmensa, de la que no logra ver los límites. Su contrincante se le aparece de pronto lejano, no podría alcanzarle ni siquiera si extendiera los brazos, pero eso es justamente lo que no debe hacer, extender los brazos; debe protegerse, mantener la guardia bien cerrada, arrebujarse en sí mismo, enrocarse para sobrevivir. Sobrevivir. Sin embargo, en una fracción de segundo, de nuevo tiene a ese crío literalmente encima, descargando su ímpetu un poco rencoroso, y las horas de vuelo le impulsan a abrazarse a él --<<clinch, clinch>>, grita el árbitro--. <<Tranquilo chaval, no te lo tomes tan a pecho –le susurra a su oponente, piensa que le susurra--. Deja que las cosas sean como han de ser, no quieras arrancarlas de su sitio. No sabes aún nada de la vida. >>

   De pronto, ha recordado que hoy precisamente se acababa el mundo. Alguien le había hablado, entre copas trasnochadas, de la profecía, de los cálculos que astrólogos de tiempos muy remotos –al parecer, mayas-- habían realizado con precisión, y que predecían el final para este día. <<Si acabara el mundo ahora mismo, ya no perdería este combate. No perdería mi último combate. ¿Sabrá eso Arístides?>>, se ha preguntado mientras ve evolucionar a su contrincante con agilidad por la pecera gigante, dando vueltas y más vueltas a su alrededor, como un tiburón acechando a un viejo mero. Si se rompiera esta urna, todo acabaría. ¿Será eso el fin del mundo? Ignora ya cuánto tiempo lleva deteniendo golpes que ni siquiera ve venir; es su cuerpo quien se defiende solo, el puro instinto, automatismos aprendidos en tantas horas de gimnasio, de ring. Piensa que si la campana ya hubiera sonado  sin que él se hubiera apercibido, el árbitro le habría avisado tocándole el hombro y Arístides habría acudido para llevárselo al rincón como si lo devolviera al hogar --<<Mi hogar es el rincón>>--, para tratar ahí de revivirlo. Es absurdo revivir a alguien si va a acabarse el mundo de un momento a otro. Sabe por experiencia que el tiempo se dilata en situaciones como esa, que los asaltos parecen durar el doble, que pueden hacerse eternos, un combate inacabable.

   ¿Cuál será su último gesto, cuál el del mundo entero, la suma inimaginable de todos los gestos? Él siempre ha sido un buen fajador, está acostumbrado a afrontar envites como éste. El quinto asalto. Llegar al quinto asalto, tal como le ha pedido Arístides. Si lo lograra antes de que acabara el mundo, tal vez no sería necesario dejarse caer después a esa lona que parece fláccida, perder frente a ese  chaval que lleva plomo en los guantes, de un modo infamante, un veterano como  él, tan experimentado, quien casi llegó a ser campeón una vez, a nada estuvo de conseguir el título. Era extraño que no sonase todavía la campana. Ese mal golpe del principio lo había trastocado todo. ¿Cómo se había dejado sorprender así? Había sopesado a su oponente, lo había radiografiado fugazmente al verlo moverse, calentar en su rincón dando golpes de ciego al aire, rehuyendo su mirada. Los años de oficio le han susurrado que ese boxeador no era particularmente temible, poco asentado aún en sus maneras, algo nervioso…, pero tan joven, eso sí. <<Si no fuera por la edad que tiene, diría que ya he peleado con ese tío. Me suena de algo pero no sé de qué. >> Al inicio de su carrera, él no sabía calibrar bien a sus oponentes, se entregaba a los combates con furia y corazón, con poca cabeza, como hace ahora ese chico. Era un vendaval de facultades y golpes prescindibles. Fue al conocer a Arístides cuando todo cambió, fue él quien de veras le forjó como púgil. No sólo perfeccionó su técnica sino que le enseñó a conocer a sus rivales, a prever goles, incluso a anticiparse a algunos movimientos. <<Fíjate bien en este figura –le decía, al cabo del primer asalto--. Al deslizar la pierna izquierda hacia adelante,  baja de un modo infinitesimal la guardia por la derecha. Es como un tic, lo hace para no descompensarse, una cuestión de equilibro, debido a su estructura corporal. No se conoce bien todavía, no se ha trabajado eso para corregirlo. Parece poca cosa, no es tanto el mínimo espacio que deja al descubierto como la inercia de ese gesto, su repetición casi constante. A medida que se vaya cansando, bajará algo más esa mano, y la fracción de segundo de la desprotección pasará a ser de casi un segundo. Un buen golpe, con la zurda, de un tío listo y rápido no precisa más que un segundo. >>

    ¿Y si Irina estuviera hoy entre el público? Antes venía sin avisar, aun cuando hubiese dicho que no iba a hacerlo. Él siempre le pedía que buscase un sitio cerca del ring, entre las primeras filas –Arístides se lo tenía reservado--, para poder verla, aunque ella tuviera pronto el rostro desencajado, la preocupación velándole la expresión, tan dulce, la sonrisa. << ¿Pero no ves que soy el más fuerte, el más espabilado, el mejor? Si no pueden ni despeinarme. No he perdido una sola pelea en toda la temporada. >> Pero, no. Ha escudriñado como siempre por entre las primeras filas sin verla. Ya dijo la última vez que nunca más volvería a presenciar un combate suyo. Mejor así. Qué vergüenza  que le viera caer de ese modo, en su último combate. ¿Dónde estaría Irina hoy? Cinco años ya sin verla. ¿O son más?

  Si todo saliera bien, si lograra llegar al quinto asalto y se embolsara el dinero que le darían por perder, tal vez podría ir en busca de Irina, decirle que todo había terminado, que no volvería a pelear nunca más. Pero si el mundo iba a acabarse de veras, cómo le gustaría que también ella estuviera allí, a su lado, con la niña.

  De pronto, Arístides está junto a él, susurrándole algo al oído que no acaba de entender. << ¿Cómo vamos? ¿Qué asalto es este? Casi no veo nada con el ojo derecho, a ver si puedes cerrarme esa brecha o el árbitro me descalificará. >> Qué le habrá pasado a Arístides, piensa, tiene todo el pelo blanco y el rostro derrumbado. ¿Por qué le abraza como en una  despedida? <<Venga, tío, déjate de mariconadas y ciérrame la brecha de una vez, que tengo que volver al ring, para amansar a ese chaval, por lo menos hasta el quinto. >> No puede ser, Arístides parece un anciano; se mueve con la agilidad de un buzo antiguo y parece que se despide de él, aunque no oiga bien sus palabras porque sigue dentro de la urna transparente, que aún aguanta sin romperse. También al bueno de Arístides lo ve lejano, casi en el extremo improbable de la pecera. << ¿Tengo que tirarme ya? He perdido el oremus desde ese mal golpe. Dime: ¿has visto a Irina? ¿Sabes si ha traído a la chica para que vea pelear a su padre, aunque sea en el último combate?>>

  No entendía por qué no llevaba los guantes puestos, si estaba a media pelea. ¿Se los había quitado Arístides? <<Ni me he dado cuenta. ¿Es que pasa algo? ¿Me pasa algo en las manos? Bueno, me tiemblan, es cierto, me tiemblan terriblemente, pero no creo haberme hecho daño ahí. >> También sus manos le parecen de pronto manos de anciano, como el rostro de Arístides. <<Joder, Ari, qué viejo estás, parece que ni me veas ni me oigas, que casi no me reconozcas. Oye, ¿por qué estoy vestido así? ¡Quiero mis guantes! Si se tiene que acabar el mundo, quiero tener los guantes puestos y cerrar bien la guardia. Arístides, no me falles ahora, ponme los guantes otra vez, ayúdame a quitarme este pijama y estas pantuflas de viejo que no sé quién coño me ha puesto. Ah, y por lo que más quieras, no tires la toalla, no en mi último combate. La toalla no, Ari, la toalla no se tira. >>

 Ve a Arístides frente a él, mueve los labios, debe de estar diciéndole algo pero no le entiende, apenas le oye, sus palabras enmascaradas por el ruido que hace el público, un vocerío que a veces coge carrerilla y enfila hacia un mugido colectivo, un tanto lúgubre, y en ocasiones se  desparrama, aquí y allá, en gritos inconexos y desacompasados, alguna blasfemia, algún insulto, y silbidos, muchos silbidos sazonándolo todo. ¡Pero qué viejo está Arístides, de pronto! ¿Desde cuándo lleva gafas? ¿Y ese traje como de los domingos, aunque gastado y lleno de brillos infamantes? A quién se le ocurre vestirse así para ejercer de segundo de un púgil veterano en su último combate. Alguien, sobre el bramido ondulante del público, parece haber elevado su voz para dirigirse a Arístides: << Sabe quién es usted, aunque le cueste reconocerle>>, y de nuevo Arístides, el anciano Arístides, mueve otra vez sus labios y le coge las manos, que están tan temblorosas, sin guantes, sin las vendas, los brazos cubiertos por las mangas del pijama de felpa.

 <<Además, ¿sabes una cosa, Ari?: he decidido no tirarme en el quinto.>> Sí, ya sabe que es una locura, alguien perderá algo de pasta y se cabreará con él, mucho, mal asunto, pero dentro de esta campana transparente en la que vive desde ese mal golpe que ha recibido en frío, se ven las cosas de otro modo. No ha dicho que vaya a ganar, eso sabe que ya no podría hacerlo contra ese crío fogoso, pero no se tirará en el quinto asalto, no señor, lo acaba de decidir, porque se va a acabar el mundo, quién sabe si será en el sexto o en el séptimo asalto, nadie puede decirlo con seguridad. << ¿No te has enterado? Lo predijeron los mayas, hace un montón de siglos. Esos tíos  sabían mucho de astronomía y construyeron unas pirámides cojonudas. A ti igual te parece una tontería, pero… Mi último combate, Arístides, no pienso tirarme, se lo debo a Irina, y a la niña, aunque luego la pelea dure el resto de mi vida, hasta que se acabe el mundo, no se sabe si en el sexto, en el séptimo… Aguantaré  hasta que llegue el final, pero no me tiraré a la lona, eso no. >>

  Arístides hace ademán de irse, de despedirse, vuelve a abrazarle. Entonces la ve, entre las primeras filas. Es la niña, pero ya no es una niña, claro. ¡Dios, es toda una mujer! Va vestida de blanco, con el uniforme, porque trabaja de enfermera –eso le han dicho—y seguramente acaba de terminar su turno. Debe de haber salido a toda prisa del trabajo y ha llegado a tiempo de ver acabar el combate de su padre. ¡Menudo detalle! Le saluda a distancia, le sonríe. Irina no vendrá, claro, ella no, terca como una mula, ya dijo que nunca más y es nunca más. << ¡Por lo menos ha venido la chica! >> Intuye que está a punto de sonar la campana para que empiece el siguiente asalto. ¿Cuál será ya? Llevaba tiempo sospechando que sería así. El final de su carrera, a manos de un crío. Él también tumbó a más de un púgil veterano, acabado, cuando  era un imberbe fogoso, un joven gallo de corral que se exhibía. <<Fíjate, Ari, si es como yo era antes de que tú hicieras de mí un boxeador de verdad. >> Ahora se da cuenta de las similitudes, de que en algún momento del combate casi le ha parecido estar haciendo guantes con su propia imagen reflejada en el espejo del gimnasio, la imagen del que fue un día, más rápido, más ágil, pero también más inocente. Si ahora él no hubiera recibido ese golpe primerizo, tan sólo tendría que protegerse y esperar, agazapado tras la guardia bien armada –defender, esquivar, atacar--, hasta cazarlo como a un pajarillo bobo, a ese púgil que apenas empieza su carrera, a ese reflejo del que fue. <<Habría sido como noquearme a mí mismo, Ari, ya te digo>>. Sin embargo, ni soñar con eso, está mermado, muy mermado, aunque con la moral intacta; de pronto, intacta. <<No me tiro, Ari, por mis cojones que no me tiro, y menos delante de la chica, que por fin ha venido a ver a su padre. ¿Te he dicho ya que es enfermera? Arístides,  no te vayas, por favor, quédate en el rincón, en mi hogar, que voy a necesitarte…, pobre viejo. ¿Pero cómo te has puesto tan viejo de pronto? ¿Qué te ha pasado? Se parece tanto a mí ese chico que he pensado que no podría sorprenderme, pero ya ves…  Aguarda conmigo, al menos hasta que suene la campana que anuncie el fin del mundo. >> Alguna vez había  pensado que sería así el final, como la acometida de un joven arrogante y cegado por una furia extraña, indómita. << ¡Pronto, ponme los guantes!>> Sin embargo, ver ahí a la chica, casi en primera fila, le proporciona una sincera paz, casi la certeza de que, a pesar de todo, no caerá en vano. Le ha mirado con dulzura, como perdonándolo todo, con su uniforme blanco. Si Irina la viera ahora, esa mirada, quizás también ella perdonaría, lo acogería.